Veo un cerro de color arenoso,
parda la tierra y un verde turquesa apagado en las ramas secas; veo una
callecita desolada que los vecinos llaman “avenida”; veo a un hombre fumar en
una esquina bajo un árbol de tamarindo; veo una venta de hamburguesas clausurada;
veo un terreno baldío sembrado de óxido; veo un aire turbio, una arenilla
impúdica y sin ley, sin color, sin árboles, sin nombres y sin quiosco de
periódicos.
Estoy asomado en la ventana
del cuarto piso de un condominio social en el centro de Maracay. Aquí estoy con
mi torso desnudo y pensativo enmarcado en este rectángulo de luz encielado que rebota en el cerro El Calvario, cae en el
cemento vidrioso del estacionamiento del edificio y se eleva nuevamente hasta
mi pecho de hombre soltero y sin franelas limpias.
Es sábado, es enero, es el año
2020 y el agua llega al apartamento a las 8:00pm. Mientras tanto la sensación
de otra vida acecha a las 10:15Am. La fantasía y la desesperación comienzan a
actuar en la escena de mis pensamientos ansiosos. Lo que imagino tener y lo que
no tengo luchan tibiamente en la sala del apartamento. Las cosas, las baldosas,
los cuadros, las sillas, los libros, las fotografías, siguen siendo las mismas
cosas en ambas dimensiones. La imagen de los muebles en una fiesta después de
que todos se han ido se repite una y otra vez en la realidad y en la fantasía.
Nada pasa; nada sucede. “Todo es posible”, diría el hombre que me habló ayer mientras
esperaba mi turno para pagar 3 kilos de harina, un kilo de azúcar y una barra
de mantequilla.
Es la limita certeza de
sentirse vivo. Esta es una idea que poco a poco, como un síntoma, se hace otro
cuerpo en mí, otra sentimentalidad, la posibilidad de vivir así toda la vida,
solo, con el cuerpo y el aire en los pulmones, sin música de fondo, sin
paisaje, sin el futuro del niño y sin la recia y divina vitalidad del pasado
del hombre. Llaman a mi celular. Número equivocado. La voz del otro lado del
teléfono parece la voz de un hombre. Todo es imperceptible, incluso los errores
y las coincidencias.
Quizás debería defender los
paseos por la ciudad.
Decido ir de paseo. Joana no
quiere acompañarme.
En la calle preciso cada uno
de mis pasos y veo con mis ojos lo que para mí era una sospecha sonora: Nos
queda una idea de arquitectura y algo de teología en las iglesias de la
parroquia “El Milagro” (el barrio de los malandros regenerados y convertidos al
béisbol) y en la iglesia de la parroquia “El Carmen”, donde los niños tienen
serpientes como mascotas.
La iglesia serbia ortodoxa del
barrio Lourdes fue abandonada.
De resto, todos los pórticos y
fachadas han sido destruidos por el silencio administrativo de los cuñados y
las mafias. Allí están todavía las casas de Gómez detrás del edificio
“Cantaclaro”; el barrio de cristianos, el barrio “El Carmen”, tiene otros
límites imaginarios; el barrio de los judíos catalanes cerca de la Estación
Central ha sido tomado por los negros de Ocumare y la buhonería de un guajiro
desalmado; el museo antropológico de la mala suerte donde una vez intenté besar
a una francesa; el teatro municipal, la Federación de Cámaras y Asociaciones de
Comercio de Aragua, el cine Capri, las fuentes, todo ha sido abandonado como el
tigre de bengala y moribundo del zoológico “Las Delicias”.
Regreso: La avenida Las
Delicias, cruzo por La arboleda, la calle Sucre.
Veo a un sunnita tomando fotos
en el parque de “Las Ballenas”. Sé que es sunnita por el tatuaje de espada en
su antebrazo izquierdo.
Lo mejor siempre es volver a
casa.
En las calles se respira esa
atmósfera de ídolo.
Ya en casa respiro de otra
manera, sofocado, y el rectángulo de la luz de la ventana parece cubierta por
un velo negro rasgado por una gigantografía.
Las sombras ya son sombras de
otras cosas.
Lo que veo, ahora, lo veo por
el intersticio del velo negro rasgado por este titán que me parece conocido.
Ahora veo el cerro y los
colores con sus nombres en latín: nigrum, purpureus, ruber, vitellinus, albus,
brunneus, canescens y el vago sonido a sonajera del crecentia cujete del cian.
Alguien quiere hablarme desde
el tiempo.
Lo que escucho son piedras en
la boca o sonidos silvestres, el eco de las plegarias de niño, el sonido de las
postergaciones y de lo inevitable.
Lo inevitable es esa arenilla
impúdica que se me pega en el rostro mientras camino por la calle Vargas.
No hay agua. No me puedo lavar
la cara.
Los nombres son impuestos por
esos sonidos, por el dictado de las ventanas y las necesidades.
“Tu rostro ahora se llamará
Petrus”, parece que dice el viento entrando por la ventana con su velo negro.
Así hemos vuelto al mundo de
las necesidades (el Estado de naturaleza), que es una experiencia y no pasa por
el intelecto, pero se mimetiza y puede ser un espejismo apagado o un
pensamiento. El Estado de naturaleza es una metafísica concretísima que reclama
y se impone en las sensaciones, en los sonidos y en las palabras.
El “Estado de derecho”, en
cambio, es otra música, una armonía, una proeza humana que convierte a la
tierra de los hechos en el cielo de las hipótesis y describe cada acto y cada
nube en un código de 1494 artículos. Es la música de los códigos en las calles,
en las fiestas, en cualquier templo. Así el hombre baila y guarda todas sus apariencias
en los álbumes familiares.
Pero nosotros hemos quemado
todos los códigos y todos lo álbumes familiares.
Aquí, en Venezuela, en
Maracay, la ciudad del titán, hemos vuelto al Estado de naturaleza en pleno s.
XXI y lo que nos queda de civilización son alucinaciones que hablan un latín de
isla y cenizas.
Éramos andaluces y lo
sabíamos.
Nosotros también estuvimos en
la batalla de Cartago.
“Un brazo de la noche
entra por mi ventana.
Un gran brazo moreno
con pulseras de agua”.
Ahí están la casa de los
arcos, La Maestranza “César Girón”, el temblor y la tos de los grifos de la
casa a las 7:57Pm.
Esto de no tener agua cambia
el nombre de los colores y el destino de cualquier hombre.
La sala, el comedor, mi
habitación, la cama: Impresentables.
Debería lavar el baño.
Joana llega a las 9:00Pm.
Veremos esa película de Tarantino.
Espero no se vaya la luz.