Hoy y el sentido de los años
En mi adolescencia las palabras sonreían, eran
vacío, nada, abismo o dolor, pero sonreían. Los poetas que siempre leía
escribían sobre lunas, pirámides, dioses y océanos amasados por el ojo de una
mosca o de una muchacha muerta. ¿Los surrealistas han sido superados con pocas
palabras? Yo creo que no. Hay algo en
ellos que se parece al cristianismo, tan excesivo como imperceptible. Luego
vinieron los españoles y convirtieron el azar en ternura y el asombro en la
soledad de las más hermosas contradicciones. Bachelard y Eliot fueron crueles
pero necesarios. Hiperión y La muerte de Empédocles es la humildad cruel que
también vendrá después que maduren los espejos. Ojo: “Yo me transformaba en lo
que veía”. Tiempo, dicen las mujeres mirando a la frente del que suda, y así conocí el muslo de una mujer atascado en una pregunta ¿cómo? Y después sentí
las ganas de decir: ¿Cómo, dios mío?, ¿Cómo decirte que te vistas y que te
vayas? Necesitaba descansar. Le dije que su cuerpo era hermoso pero que se
marchara ya, yo no podía pensar en otra cosa que en escribir sobre sus manos y
su cuello que sólo me hacía sentir la respiración o el reflejo de otras mujeres
como ese niño en un poema de Vallejo que “jugaba a los pliegues en el sexo de
su madre”. Leí a Pessoa porque ese día tuve dinero para comprar una de las
ediciones de Acantilado, pero no pude hacer otra cosa más que lanzarle piedras
machadianas a todo el aire de playa y de astillero. Me enamoré. Dejé de leer
poesía, o lo que es lo mismo, mentía. Fui al cine agarrado de la mano de otras
mujeres menos dialécticas pero más musicales. Cedí para no volverme un loco
estúpido o un inútil perseguidor del dinero. Luego leí a mis amigos, ya eran
otras palabras, hotel, taxi, sida, vodka, embrión y otro montón de ídolos
infantiles que me hablaban de la renuncia de la vida y también de la muerte
como lo practican en la televisión después de mediodía.
El instante es fílmico, ya pasó o se está grabando
en millones de cuerpos pequeñitos que da lo mismo llamar memoria u olvido, corpúsculos o tarjeta de presentación, y mis
amigos siguen escribiendo que aquél hombre está sentado en un banco en la plaza
Bolívar de Maracay con las manos apretadas de tanto esperar una frase más…
¿fílmica, será? Los españoles callan hipnotizados por la u. Dostoievski también
escribía Jajajaja, creo que era el pobre y viejo Marmeladov quien reía así,
espeso y poco a poco, como la saciedad, que es lo único que tengo ahora en este
instante en el que compro libros usados con el dinero que le robé a mi hermano.
Llego a casa y no encuentro el bicolor para
subrayar dos o tres líneas olvidadas esta mañana en el autobús, busco sobre los
periódicos de hace dos semanas amarillos de no leer, busco en la cama, debajo
de la cama, dentro de otros libros, sobre mis papeles, abro el cajoncillo de mi
escritorio, y allí estoy, cuando tenía 12 años y algunos otros meses, Agosto,
Septiembre, mi madre probaba una nueva cámara fotográfica y gritó de repente ¡Rubén!
Tantos años han pasado para ver, para recordar el otro costado de mi espalda, de
mi perfil de manzana con hacha en el medio, imagen y herida de siempre: volver
a ver. Una imagen al llegar de la escuela sobre otra imagen más sensual,
fuerte, curva, de años pero limitada, una y otra copulando y haciendo nacer el
polvo con su movimiento de ventanas y más ventanas; unas, uterinas, ciegas,
hechura de la carne; otras, numerosas, amables, paganas, inciertas, asombrosas
y sombrosas bajo el árbol de mis ojos.
La fruta cae y las imágenes se detienen, tomo la
fotografía y sonrío con mi mano izquierda y subrayo: No ser restringido en lo
máximo, y sin embargo estar contenido en lo mínimo, es divino. Es divino.

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