lunes, 28 de enero de 2013



La playa





A D.B.





“Qué haces” son dos palabras que no se pueden recordar sólo con la memoria. Podría ser un mensaje, cualquier mensaje, sí, incluso uno sin destino, pero no se recuerda lo que no se responde. Una pregunta que lo abarca todo, que obtiene la permanencia en los gestos y en los sonidos como tratando de reír con los pedazos de la realidad. Yo sé que la única manera de unir un espejo roto es con el silencio, pero hay gestos de una fuerza en la piel como sonidos de andamios bajo los puentes que van de lo visible o a lo invisible donde el amor y todas las cosas del mundo pierden el lenguaje hasta que alguien simplemente comienza a hablar.

 –¿Qué haces? –Me preguntó con su voz de mujer amarrada a los ojos de su padre. –Tengo miedo a que mi padre muera, orina sangre, está viejo y yo…, ¿Qué haces?

 –Nada –respondí, también con insistencia.

Es tan tarde para hacer esa pregunta, si salimos de casa podríamos morir en el camino, caer por el precipicio, por la oscuridad, por la luz de un camión del tamaño de un desierto. Pienso en la luz del camión acercándose al parabrisas sin más fuerza para evitarlo que la de nuestros gritos y dejo que se repita una y otra vez hasta que la imaginación acabe con todo el destino y con todo el azar detrás de la velocidad y del llanto que quiere arrancarme la ropa sólo para verme desnudo y respirar tranquilamente, bordeando el barranco que ahora nos llevará a la orilla de la playa, riendo nuevamente, lejos, todavía aún más lejos, lejos y lejos, dónde sólo se sigue el rastro de lo que uno nunca se imagina.

¿Desde cuándo no respondes correctamente una pregunta?

Jajaja…  Desde que estaba en la universidad. Tonto.

–¿Entonces, vamos a la playa? –Pregunté.

–Sí, vamos.

–¿Y tu padre va morir?

–No, ya no . –anunció.

– Solo quería salir de casa, ya no soporto que me vea así, como si fuera su mujer, como si fuera mi madre, como todos los días, como cuando yo hago lo que él dice.

Estoy con ella, a su lado, precisamente en el carro de su padre, el que ella ahora maneja con una mano abierta entre sus muslos y la otra en el volante que va y viene con un leve movimiento de sus hombros que cambia de calle como quien cambia de mirada. Su cabello, su cuello, ese árbol que nos persigue desde que salimos de mi casa.

Es tan pálida que sus ojos podrían ser todo su cuerpo, su perfil es sólo una excusa para su nariz y sus manos largas e higiénicas dividen el aire entre lo que está bien y lo que está mal.

–Toma –le digo de repente.

¿Qué es?, pregunta sin mirar.

Es Todos los fuegos el fuego, respondo.

Ella voltea y dice “es un libro”.

–Sí, exacto, es un libro, Todos los fuegos el fuego–.

Se detiene frente a la heladería TutiCrema, se acerca y lee: Julio-Cortázar.

Gracias, dice, y me abraza. O la abrazo, no lo sé.

No para de hablar y de reír con el espejo retrovisor, quizás para que no la vuelva a abrazar o para que no le vuelva a regalar más nunca un libro de ju-lio-cor-tá-zar. Su voz empieza y termina donde mis ojos abren, cierran y me separan de mi ropa y de mi cuerpo: “Rubén, tú estás más loco que yo”. Y aunque las esquinas cambian y cambian y también cambian mis gestos, yo sólo quiero decir “cállate, me quiero bajar” cuando todo empieza a ser interrupción, cortesía e interrupción. Era demasiado, era excesivo, dialectico y sin corazón, y además, acaba de cometer el más grave error frente a la niñez, que es lo único que me va quedando después de tanto pensar que voy a morir joven, ¡pero qué torpe!, había olvidado que cuando alguien regala un libro de cuentos, inmediatamente entre esa persona y quien recibe el libro, los sucesos serán dominados por esas mismas palabras, convertidas en títulos y oraciones, y las oraciones convertidas en recuerdos, y los títulos en intuición de la realidad, en lo que está pasando, y en lo que pasará, y en lo que escribiré, porque ya estamos viendo que voy a escribir sobre esto, es la infinita influencia de lo que está por suceder.

Ella seguirá hablando con los ojos puestos en el camino, yo me morderé el vacío de la boca, y en este caso, Cortázar, que sabe demasiado, o presume demasiado e indaga poco, dejará todo expuesto como cuando un niño habla de las intimidades de sus padres en el colegio. El futuro siempre será eso, un niño imprudente.

El único hecho ahora es que sólo me dejaré llevar por lo que ella dijo, para escribir lo poco que recuerdo, para evitar el ruido mecánico melancólico de Todos los fuegos, de Cortázar, quien se grababa en magnetófono sólo para escucharse a sí mismo.

Pero la realidad confunde aún escuchándose a sí mismo, con los ojos cerrados, como si alguien tarareara una canción. La imaginación baila conmigo mientras ella me mira de soslayo:

Ella se ríe de todo lo que dice. Allá vamos. Sobre la muerte, sobre su padre, sobre el dinero, sobre el sexo en esa película de…, sobre lo que dijo a un amigo la noche anterior. Callaba lentamente, por palabras: quiero, soy, busco, era, ventana, piedra, loco, quince, sueño, cintas, madrugadas, peluquerías cielo, pobres, juego, humanidad, Londres, Paris, Maracay, Mérida, Ocumare, llegamos, bájate. El Dios de la playa es un tatuaje, y los tatuajes se comportan como arboles, como olas y como pájaros que sólo podían ser vistos por mujeres negras que lamen a los hombres blancos con los ojos esclavos de un paraíso amarrado por cámaras fotográficas del pasado. Las cámaras fotográficas son racistas. Caminábamos hacia la playa, sus zapatos eran rosados, ella prefirió llevarlos puestos sin importar el regreso; mis zapatos eran de hombre, cuero italiano negro azulado, por prudencia, preferí dejarlos en el carro y llevar mis pies desnudos y nerviosos, paso a paso con  todo aquello que podía acercarse a mi corazón, ese coagulo de lápiz labial que a ella le faltaba en su rostro pálido de virgen de la Coromoto. Mis pies y su rostro eran lo único que me atrevía a ver mientras una mujer con traje de baño negro jugaba vóleibol con sus amigos que fumaban y saltaban al mismo tiempo. Caminábamos tan despacio que cada grano de arena coincidía perfectamente con la imagen de la ciudad, la imagen de esos apartamentos, esos pasillos vacíos, esas calles y esas escaleras que repetían nuestros nombres una y otra vez como burlándose del mar un millón de veces. Ella dijo: Una vez le dije a mi papá: papi, quiero cambiarme las orejas, la nariz y los pechos. “No es prioridad”, me dijo. Y yo le dije: Es cierto. Siempre he sabido qué hacer, pero nunca lo hago, ¿sabes por qué? – continuó–, porque ya sé lo va a decir mi padre y todos aquellos que morirán primero que yo. Siento asco que los muertos me toquen–.

Una hora después me dijo que quería llorar, que su madre la esperaba con las mismas preguntas, sin puentes, sin canciones, con los años.

El Sol alcanzaba a la últimas gaviotas de la tarde, el viento mezclaba mis pasos con más viento, una niña que jugaba levantó la mano como lo hace en la escuela, una negra me miró la frente; y de repente, allí estaba, las mismas palabras, las mismas líneas, las mismas oraciones, los títulos de aquellos cuentos por la intuición de la gaviota. Me concentré en sus caderas indiferentes, leía los anuncios publicitarios de los comerciantes locales: “Se hacen masajes”. Leía lo que escuchaba, leía el espacio: Paraguas, paño, hotel, silencio. Leí la comisura de sus labios y aprendí que no podré escribir una sola línea que valga la pena si no soy honesto, y sólo hay una manera de ser honesto, (lo mismo le dije a ella): Vivir, dar.

Dar como verse en un espejo, como si probáramos besándonos, –pensé.

Recibir y revivir son sinónimos jamás encontrados, siempre lo fueron, pero ahora, después de tanto, serán el fin de sólo mirar, –pensé y otra vez vi a la niña levantar su mano hacia el cielo.

Esperaste que lo escribiera sobre la arena. No se me da lo cursi por la misma razón que no se me da la suerte, pero lo dije: Acércate. No escuchaste.

Ni una sola fotografía, –dijimos al mismo tiempo. Reímos como imitando la indiferencia de sus caderas.

¡Por fin algo que escribir! El comienzo, sólo el comienzo, una playa que me separa de lo que siempre sucede y unas primeras tres páginas para ver cómo me quedan los diálogos.

Llegamos. Debí lanzarte al mar –le dije–, hacerte reír de verdad, con la vida, con más.

–Sí…, y tal vez te levantes a las tres de la madrugada, riendo, porque lo soñaste–.

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