SUEÑO INDECISO
Una semana, tú y yo, una semana. Así será. Y que vengan
otras, y otras, otras, otras más y más.
Despertó temprano. Anoche D. no quiso regresar
con él a casa. Salió del bar a fumar un cigarrillo y ella siguió sus pasos
antes de levantarse de la mesa: –Es mejor que me vaya con F., tú y yo, otra vez,
no podemos…–. Apagó el cigarrillo y le dijo que estaba bien que se fuera. Regresó
a casa, solo como un caleidoscopio. "Desperté temprano", pensó. La cama está
medio hundida y tiene la mitad del cuerpo dormido. El cerebro no me habla, –dijo.
Las sabanas azules ya son blancas como todas sus metáforas pendientes, pero el
desorden siempre lo ayuda a pensar y reír sobre otras cosas. Han pasado semanas
sin el leer el periódico o el twitter y de repente toda su vida, todo su
dinero, toda su ropa, ahora es ese vacío del que tanto hablan en los supermercados;
“carne empaquetada al vacío”, dicen en las carnicerías que tienen cierto aire
de peluquería elegante, casi los mismos sonidos pero con otra intemperie en las
paredes y en las fotografías. Ningún carnicero puede ser homosexual, decía su madre,
que una vez al mes iba y le regalaba un kilo de carne a su único hijo soltero.
Freír carne a las cinco de la mañana parece
una buena idea. Siempre le gustó pensar mientras escuchaba ese sonido que hace
la carne en aceite hirviendo, breve y en la mirada de la oscuridad, que se parece
tanto a ese único recuerdo que lo emociona.
El hombro y el cuello se tensan, el sartén
pesa, quizás sea porque no ha encendido el bombillo de la cocina, pero no sería
igual el aceite hirviendo debajo de la luz. Ríe, recuerda: “Tú y yo, otra vez, no
podemos…”. Puta, –pensó. Echó a la carne
un poco de cerveza y tomó otro poco o hasta que se acabara. Lanzó la lata y
sólo se escucho el ruido que hizo sobre la gravedad de la semana pasada. Es el
mismo brazo que prepara la carne con cerveza y sal a las cinco y veintitrés de
la mañana, el mismo brazo bajo la sabana, que buscaba su sexo pero encontró todo su cuerpo. Albert está
desnudo, gordo y sucio, lo siente en sus pies, en sus parpados, en todo el movimiento
de los huesos y las pupilas unidos en la cerveza caliente que ríe como una
hiena en el fondo de la oscuridad. Se siente sus pasos, su mirada, el recuerdo
de un vestido estampado de 4 tipos de azules y una mujer que se levanta de la
mesa, enciende el mismo cigarrillo y se va.
Un hombre ha matado a una hiena en la sala de
su casa y ahora busca la cabeza, la frente, el estomago, la mandíbula que le ha
quitado a su mujer.
Es ridículo, –dice en voz alta.
Albert respira hondo porque cree que todo es
soñar, plazo, figura, estimulo, razón, hiena, mujer, cerveza sobre la carne
muerta. Respira hasta el fondo y escucha un millón de botellas rotas como el
velo de la fantasía, respirando e hiriéndole en la espalda que se abre como la ventana
de su habitación y se expande para ver dormir a los gatos sobre la grasa que
dejan los carros al calor del mediodía. Vio como se abrió todo su cuerpo y la cesación
de los órganos empezaba a girar como un cine mudo. El tiempo se detuvo cuando
el dialogo apareció, era el cerebro, valiente y palpitante, hablador y animal.
Sólo dijo: “Un árbol te acaricia el patio del pensamiento”.
Al día siguiente, es decir, son las seis y
ocho de la tarde, Albert volvió a levantarse con una idea que la sintió temblar
en el corazón y le abrió los ojos para siempre: “Y si los arboles, como los
gatos, comen insectos y pájaros, fornican, miran al cielo y bostezan”. Volvió a
sonreír sin darse cuenta. Se levantó de la cama por última vez e hizo el gesto
más hermoso del día: Dejó de pensar.
Fotografías: Arriba: Yo, borracho.
Abajo: Sojaila Bueno Loaiza.
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