Ser un buen hombre
Ser
un buen hombre. Un hombre mejor. Escucho a Vivaldi. Ser Vivaldi. Ser un hombre
del siglo XVI, del siglo XXI. Y aquí estoy, herido en el vientre, medio ahogado
por una curvatura seca y purpura que dobla por el ombligo y el recuerdo de
mujeres hermosas.
Ahora
estoy frente al espejo borroso con una barba de una semana. También me veo de
poco escribir. Sí, desde hace mucho, de poco leer como una mandolina. Más bien he estado
concentrado en el techo de mi habitación: manchas amarillas, negras, azules, verdes.
También he estado concentrado en el sexo por mensaje de texto, y entre tanto adjetivo tibio e ideal, me he dado
cuenta que me cuestan las frases cortas, las del dialogo, las que hacen de la
prosa ese hermoso ejercicio paisajístico que practican los niños al abrir y
cerrar sus ojos mientras corren por las plazas más altas, las de los recuerdos.
Me cuesta tanto recordar. Por eso, cuando escribo estas cosas, un par de líneas
para seguir viviendo, remedo esas frases cortas con ideas tan largas como
cuando tomo un taxi y pienso “nunca he hecho el Amor en un taxi” o “la política
es la manera más provechosa de perder el tiempo”. Las ideas en un taxi también son un paisaje.
Pero
ahora estoy en mi habitación, como casi siempre sucede cuando escribo estas
cosas, mis cosas, algunas líneas para decidir cuándo y dónde debo continuar,
por ejemplo: iba en un taxi de la calle Vargas a un edificio en Las Delicias y
ahora estoy en mi habitación escuchando a Vivaldi y pensando en qué me
equivoqué. Lo único que sé es que es un cuento largo sobre ser abogado, usar
traje gris plomo azulado con 37 grados centígrados a media mañana, un agente de seguro, una escopeta,
dejar de fumar y una mujer aindiada.
Ah,
ya sé, ser un buen hombre debe consistir en recordar, como cuando era niño y
escuchaba la música que escuchaba mi padre, que era a música que escuchaban mis
abuelos, que vivían en dictadura y no lo sabían, pero aún así podían fumar los
mejores cigarrillos del mundo, esos que fumaba Rodolfo Valentino.
–Rubén,
una digresión más y te lanzo del taxi andando, lo juro.
Escucha,
aprende a escuchar, sí, así es, ¿ves?, es una mandolina, un órgano, (¿un arpa?)
y quizá algún instrumento barroco del siglo XV que en este país solo podría
distinguir el oído de una hermana de María Fernanda Palacios. Lo demás, como
diría Montaigne, es ser hombre.
Yo sólo puedo distinguir que el que toca la mandolina viste un leotardo gris, y por esa expresión que hace con la boca cuando ve las manos del arpista, se nota que no hace mucho un medico florentino ha practicado una apendicetomía en su vientre y frente a todos los estudiantes de anatomía del gran ducado de Toscana.
Yo sólo puedo distinguir que el que toca la mandolina viste un leotardo gris, y por esa expresión que hace con la boca cuando ve las manos del arpista, se nota que no hace mucho un medico florentino ha practicado una apendicetomía en su vientre y frente a todos los estudiantes de anatomía del gran ducado de Toscana.
¿Ser
un hombre bueno es ser todos los hombres, como el titulo de ese libro de cuentos? Un
hombre del Renacimiento. No lo sé. Yo hablo de ser un buen hombre, mejor, pero
al mismo tiempo no tiene nada que ver con la reflexión, con esa reflexión, ni siquiera he pensado en eso. Tiene
que ver con las mejores palabras, con el mejor sentido de las mejores palabras
y sus mejores sonidos.
¡Bueno,
ya basta!, conviértete en Luis Alberto Crespo, que ahora es embajador de
Venezuela en la ONU, pero también escribió estos versos:
Moría vivo
Cuando despertaba
Y sin huesos
Como el amor.
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