jueves, 22 de agosto de 2013

Voy hablar sobre el Amor
(I)



Una mujer acaba de salir de mi habitación, está en el baño, dormida o despierta, todavía no lo sé, pero escucho el agua entre sus dedos que caen en círculos concéntricos y salpican en sus ojos que miran las líneas de sus manos pálidas y suaves donde mi cuerpo todavía titila o brilla como un espejo cansado y enmarcado con luces de neón.
Anoche una mujer se enlunó en mis brazos y probé, estúpidamente, cómo se hace el amor con la luz apagada, con los ojos cerrados, sin pensar, leve y sonriente. Ella tomó mi mano y me llevó a una calle llena de pecas, celajes, manchas apagadas y charcos que reflejan el techo blanco de mi habitación mientras una lluvia cristiana intentaba apagar los gemidos paganos y sin mascaras de quienes se han visto sólo dos veces en esta vida.

¡Cuántas veces he visto llover!

Ella estaba desnuda, yo estaba desnudo y veíamos volar a dos pájaros gigantes alrededor de un fuego secreto. Sí, voy hablar sobre Amor…

Nací enamorado. Mi madre estaba enamorada. Mi padre siempre fue un hombre solitario. Pero conocieron el amor, esa palabra que cuando se dice desaparece, el mismo día en el que una secretaria se levantó de buen humor y le dijo a mi madre un Lunes por la mañana “por favor, espere, el doctor ya la va a atender”. Y mi madre volvió a sentarse, cogió la revista “Música universal” y leyó: “Karajan desaparecía, y era tan fuerte su acto de magia que la música era un obstáculo para volver a verle…”. Mi madre me dijo una vez que la oficina de mi padre tenía alfombras verdes. Eran otros tiempos. Y así seis años y el divorcio de mi madre se convirtió en un reloj de oro que le regaló su abogado; Karajan se convirtió en Esperanza Márquez, la cantante favorita de los nuevos amantes; y la espera en un tribunal civil se convirtió en otra espera, la espera de toda la vida.

Nací ahogado, casi muerto, mi sangre no era compatible con la sangre de mi madre. Ese día, el mismo día que vi la luz por primera vez, lo único que me salvaría la vida sería una inmediata y absoluta transfusión de sangre. Sólo había un problema, la sangre que tenían en el hospital para transfundir no había pasado por ningún tipo de análisis. Mi padre tenía que decidir, y así lo hizo. Era la sangre de un guardia nacional de los años ochenta que había muerto ese mismo día pero que nadie quiso saber cómo, así que no puedo mentir mucho al respecto, lo único que sé es que su sangre estaba ahí, había amanecido en una nevera industrial que más bien parecía un bloque de hormigón en medio de una playa; no sé, así lo imagino.
Sobreviví a los tubos de ensayo y a los microscopios, uno a uno y en cada pupila. Ninguna novedad, como dirían en los cuarteles de Maracay. Todos los hombres de este mundo son buenos e inolvidables.

Amamantado por el sueño, crecí y ya más nunca supe qué era el amor, había salvado la vida milagrosamente gracias a la muerte de alguien más sólo para comer y dormir. Hasta que mi madre, farmacóloga independiente, consiguió trabajo en un pequeño hospital muy lejos de su apartamento. A los cuatro años quedé solo por primera vez, solo, con María Inés, la que me cuidaba.

Una mujer siempre es un primer recuerdo, como ese poema de Kavafis que nunca nadie podrá escribir mejor: “los recuerdos son como las voces de nuestra primera poesía que nos habla en sueños”. Yo no recuerdo un cumpleaños, mío o de un primito feliz; no me contaban cuentos; no había televisor en casa (¿o sí?); no tenía mejores amigos en la escuela pública a la que iba; y hasta después de los diez años no conocí la playa sin que me perdiera en la muchedumbre y sin que el mar intentara tragarme; nunca nadie me invitó a subir a un árbol. Sólo recuerdo a María Inés, que me abrazaba y me besaba como si fuera su hijo, su Dios, su héroe, su amante detenido en el tiempo por una maldición egipcia. Era rubia, rubia como lo son todos los recuerdos, tenía 16 años, caminaba descalza, limpiaba el apartamento de mi madre, me bañaba, me vestía, me daba de comer y me veía dormir, hasta que un día desperté, tenía seis años y la besé en la boca.
Le voy a decir a tu mamá, -me dijo con su acento de Pampanito, un pueblito a pie de una  montaña pequeña. Pero María Inés nunca dijo nada a nadie.
Hace poco le conté a mi madre lo que sucedió ese día y ambos reímos como dos colegiales jubilados de clase.
Hoy trato de recordar que vino después de ese beso con mi primera amante, solícita y analfabeta; trato de recordar si esa noche nos volvimos a besar; si ella, asustada y deseosa, me despertaba a media noche todos los días, arrodillada y al borde de mi cama, sólo para acariciar mis mejillas y besar otra vez una y otra vez, con sus tiernos y rosados labios, todo mi cuerpo de niño dormido, que fingía, que fingía, que fingía que estaba soñando con ella. No sé, quizás, supongo, imagino.

Creemos que es imposible recordar el día que nacemos, pero lo cierto es que ese día es un secreto que el cuerpo no puede contar. Pero el Amor, el Amor es la historia de ese mismo cuerpo que desaparece si no sabemos amar sin decir “te amo”...

Daniela ha regresado con sus manos limpias (¿podré llamarla por su verdadero nombre cuando se haya ido y empiece a escribir sobre ella y sobre todas estas imágenes que me palpitan en la cabeza y en el olor a sexo?); porque sí, quiero hablar sobre el Amor, pero ahora estoy desnudo y Daniela pide que me calle y que por favor la bese hasta que me quede solo y dormido.





 (*) Detalle de un cuadro de Egon Shiele.

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