Voy hablar sobre el Amor
(I)
Una mujer acaba de salir de mi
habitación, está en el baño, dormida o despierta, todavía no lo sé, pero escucho
el agua entre sus dedos que caen en círculos concéntricos y salpican en sus ojos que
miran las líneas de sus manos pálidas y suaves donde mi cuerpo todavía titila o
brilla como un espejo cansado y enmarcado con luces de neón.
Anoche una mujer se enlunó en mis brazos y
probé, estúpidamente, cómo se hace el amor con la luz apagada, con los ojos
cerrados, sin pensar, leve y sonriente. Ella tomó mi mano y me llevó a una
calle llena de pecas, celajes, manchas apagadas y charcos que reflejan el techo
blanco de mi habitación mientras una lluvia cristiana intentaba apagar los
gemidos paganos y sin mascaras de quienes se han visto sólo dos veces en esta vida.
¡Cuántas veces he visto llover!
Ella estaba desnuda, yo estaba desnudo y veíamos
volar a dos pájaros gigantes alrededor de un
fuego secreto. Sí, voy hablar sobre Amor…
Nací enamorado. Mi madre
estaba enamorada. Mi padre siempre fue un hombre solitario. Pero conocieron el
amor, esa palabra que cuando se dice desaparece, el mismo día en el que una
secretaria se levantó de buen humor y le dijo a mi madre un Lunes por la mañana “por favor, espere, el
doctor ya la va a atender”. Y mi madre volvió a sentarse, cogió la revista “Música
universal” y leyó: “Karajan desaparecía, y era tan fuerte su acto de magia que
la música era un obstáculo para volver a verle…”. Mi madre me dijo una vez que
la oficina de mi padre tenía alfombras verdes. Eran otros tiempos. Y así seis
años y el divorcio de mi madre se convirtió en un reloj de oro que le regaló su
abogado; Karajan se convirtió en Esperanza Márquez, la cantante favorita de los
nuevos amantes; y la espera en un tribunal civil se convirtió en otra espera,
la espera de toda la vida.
Nací ahogado, casi muerto, mi
sangre no era compatible con la sangre de mi madre. Ese día, el mismo día que vi la luz por primera vez, lo único que me salvaría la
vida sería una inmediata y absoluta transfusión de sangre. Sólo había un problema, la sangre que tenían en el hospital para transfundir no había pasado por ningún tipo de análisis.
Mi padre tenía que decidir, y así lo hizo. Era la sangre de un guardia nacional
de los años ochenta que había muerto ese mismo día pero que nadie quiso saber cómo, así que no puedo mentir mucho al respecto, lo único que sé es que su sangre estaba
ahí, había amanecido en una nevera industrial que más bien parecía un bloque de hormigón en
medio de una playa; no sé, así lo imagino.
Sobreviví a los tubos de
ensayo y a los microscopios, uno a uno y en cada pupila. Ninguna novedad, como dirían en los cuarteles de Maracay. Todos los hombres de
este mundo son buenos e inolvidables.
Amamantado por el sueño, crecí
y ya más nunca supe qué era el amor, había salvado la vida milagrosamente gracias a la muerte de alguien más sólo para comer y dormir. Hasta que mi madre, farmacóloga independiente,
consiguió trabajo en un pequeño hospital muy lejos de su apartamento. A los cuatro años quedé solo por primera vez,
solo, con María Inés, la que me cuidaba.
Una mujer siempre es un primer
recuerdo, como ese poema de Kavafis que nunca nadie podrá escribir mejor: “los recuerdos
son como las voces de nuestra primera poesía que nos habla en sueños”. Yo no recuerdo
un cumpleaños, mío o de un primito feliz; no me contaban cuentos; no había
televisor en casa (¿o sí?); no tenía mejores amigos en la escuela pública a la
que iba; y hasta después de los diez años no conocí la playa sin que me perdiera en la muchedumbre y sin que el mar intentara tragarme; nunca nadie me invitó
a subir a un árbol. Sólo recuerdo a María Inés, que me abrazaba y me besaba
como si fuera su hijo, su Dios, su héroe, su amante detenido en el tiempo por una
maldición egipcia. Era rubia, rubia como
lo son todos los recuerdos, tenía 16 años, caminaba descalza, limpiaba el apartamento
de mi madre, me bañaba, me vestía, me daba de comer y me veía dormir, hasta que
un día desperté, tenía seis años y la besé en la boca.
Le voy a decir a tu
mamá, -me dijo con su acento de Pampanito, un pueblito a pie de una montaña pequeña. Pero María Inés nunca dijo
nada a nadie.
Hace poco le conté a mi madre
lo que sucedió ese día y ambos reímos como dos colegiales jubilados de clase.
Hoy trato de recordar que vino después de ese beso con mi
primera amante, solícita y analfabeta; trato de recordar si esa noche nos
volvimos a besar; si ella, asustada y deseosa, me despertaba a media noche todos los días,
arrodillada y al borde de mi cama, sólo para acariciar mis mejillas y besar otra vez una y otra vez,
con sus tiernos y rosados labios, todo mi cuerpo de niño dormido, que fingía,
que fingía, que fingía que estaba soñando con ella. No sé, quizás, supongo,
imagino.
Creemos que es imposible recordar el día que nacemos, pero
lo cierto es que ese día es un secreto que el cuerpo no puede contar. Pero el
Amor, el Amor es la historia de ese mismo cuerpo que desaparece si no sabemos
amar sin decir “te amo”...
Daniela ha regresado con sus manos limpias (¿podré llamarla
por su verdadero nombre cuando se haya ido y empiece a escribir sobre ella y
sobre todas estas imágenes que me palpitan en la cabeza y en el olor a sexo?);
porque sí, quiero hablar sobre el Amor, pero ahora estoy desnudo y Daniela pide que me
calle y que por favor la bese hasta que me quede solo y dormido.
(*) Detalle de un cuadro de Egon Shiele.
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