lunes, 6 de octubre de 2014

Mañana sucederá


Mañana, en esta misma ciudad, maracayo, maracayar (jaguar), maraca (semilla colgante y viento o soplo silencioso al sonar), Maracay, caerá el día sobre seis mil toneladas de cemento y hierro pegados a estas ganas de vivir aficionadas que tengo de mirar por la ventana y descubrir que hoy amaneció, que estoy vivo, que mi cuerpo se apoya en el café y en el peso que siento desde el estómago a la boca y me lanza del apartamento del cuarto piso que queda en el centro de la buhonería enrollada a los edificios donde duermen millones de palomas piojosas y húmedas por el hollín y la orina de los perros. Comida, dirían los chinos del restaurante, que fuman y sobornan al capitán del ejército Zurita Wilmer, encargado de sanidad y sanitarismo urbano.
Por estos días es lo único que me hace sentir que el corazón parpadea. Comer, masticar y engullir pan y espagueti con salsa de tomate y mayonesa fría, cocacola, televisión, uñas, y azúcar en una cuchara pequeña, dos o tres dosis cada hora. Así son los recuerdos desde hace quince años. Un día, borracho (por esa época pasaba todo el día como un jaguar de zoológico bebiendo cerveza en el restauran chino de flores plásticas), le dije a un hombre que hablaba de boxeo que el tiempo que pasa se parece a una manzana, que no suena, que no la veo, fría y cotidiana en la superioridad de la realidad, inalcanzable o invisible, escasa.  Llueve, truene o relampaguee no dejo de pensar en las necesidades. Hace años que no veo una manzana. Pensarlo es tan humilde como una naranja.
Ayer han matado a un hombre de 30 puñaladas; mi padre no encuentra sus medicinas para vivir sin dolor en los huesos; el día que murió mi tío Pedro de una extraña fiebre sobre una camilla desparratada, con el cerebro en la mano y la mirada roja y perdida en el techo negro sin enfermería, murieron otras 12 personas, de la misma fiebre o abaleados. Al día siguiente no había cemento, tierra ni urnas para todos ellos, hinchados, sin muelas, sin yodo ni gasas en el pecho. Sin autopsia. Todos cargamos nuestros muertos por cuatro días más, todos tenían la misma cicatriz cruda en el pecho, con sus órganos en bandejas y una piedra de almohada, cubiertos por las ramas y las moscas del patio de una casa colonial. Allí, familiares y amigos lloraban y reían, lloraban y otra vez reían como colegiales a la hora del recreo. Compramos cerveza y le hablábamos a los muertos de su ausencia ya sin cuerpo, ya sin llanto ni risas; solo hablábamos, enamorados y ciegos.
Yo quería comer manzanas bajo la lluvia, en ese patio, con ese olor, con la misma ropa de hace días y también picado de mosquitos, con el llanto y la risa tristes por las hormigas y por los ojos cerrados. Pero recen, recen para que no llueva, nos dijo el dueño de la funeraria
hospitalaria, de todos los patios y pórticos del mundo, recen para que no llueva, porque si llueve los enterradores no trabajan.
Y todos respiramos al mismo tiempo con la mirada en la garganta, en el sexo, en las manos o en el cuello de nuestros padres, hermanos y amigos muertos.
Nadie dijo que nosotros estábamos vivos.
Rezamos. Dudamos.

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