Ir y quedarse, y con quedar partirse,
partir sin alma, y ir con alma ajena...
Lope de Vega
partir sin alma, y ir con alma ajena...
Lope de Vega
Un pedazo de cielo es la portada.
“Si uno mira con cuidado es como una fractal del
cielo
en movimiento”.
Tres pájaros mojados descansan como cuervos en los
cables eléctricos que enrollan mis manos al libro o al balcón de una calle de
Caracas, ciudad Bolívar o Maracay. El título, Maneras de irse, suena a
traducción de ways to go, façons d'aller o maniere di andarsene via. Puedo
escucharlo perfectamente como una respuesta, detrás de “Uno llega de viaje y
vuelve a encontrar la misma / tierra que lleva dentro: una idea de país, una /
nostalgia de tierra que acogió pesares, un presente / que solo espera sudores
para ser revelado”: “Son of man, / You cannot say, or guess, for you know only
/ A heap of broken images, where the sun beats”. Pero luego vuelve al oído y a la mirada la portada del libro azul
y blanca como un parpadeo página a página, pliegues, circunstancias, lecturas,
ejercicios del ojo y promesas de la imagen; vuelve la frase, los sonidos
cotidianos que hace el café recién colao y de nuevo escuchas, a secas, que solo
hay una manera de estar, pero que hay maneras de irse, de echar el cuento,
lanzarlo al camino — que el camino es largo — y dejar huella en la memoria para
ir y venir, salir y entrar, sin desasosiego, recordar como recuerda la lengua
materna, que si no es toda la memoria, todo el lenguaje, “nos proporciona a
base de lenguaje la salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo”,
como diría el desterrado más simpático que he leído, Fabio Morabito.
No entiendo. Te digo que me voy y…
¡Maneras! —
pero qué fea palabra—, como “temas”, “televisión”, “Ipod” o “melómano”; ahí no
hay nada, es como escuchar la nada. Hay palabras que por sí mismas solo hacen
ruido chillón en forma de jarrón caído, vacías como la noticia de la muerte y
desagradables como urinario de hiena; palabras que ahuyentan hasta las palmeras
“y todo queda como lo callado / del monte cuando hay peligro”. Ruidos que se
asemejan a la imaginación de los hombres y de los poetas, pero no son más que
garabatos de lo que debería ser el sonido: “Hay un canto / de cigarra y luego
el cesar y el templarse / en la espera”. ¿Escuchas a las cigarras, el sonido de
las erres en el ventilador o el estruendo de la lluvia en el patio de una casa
colonial que era una enfermería cuando estábamos chamos? Hoy, cuando nada tiene
su nombre, o lo han perdido en la noche de las consignas, las banderas y los
afiches, las palabras son tan vulgares como necesarias, nuestras palabras ya no
se corresponden con el mundo. Las palabras se han ido, se han hecho pedazos,
han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas.
No se han adaptado al país que algún día aceptaremos que fuimos, que también
era un manera de ser. De ahí que cada
vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablamos falsamente, deformando la
cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo sea confusión y
desorden, homicidio, simpleza, indiferencia, crueldad, ignorancia, exilio,
ceguera, vanidad. Un país despedazado por los discursos, que solo nos ha dejado
algunas palabras, retazos de infancia, de amor, de colegio, de universidad, de
cine, de apartamento, de la primera cerveza, de carnavales, montañas y ciudades.
Y los poetas, los más egoístas y populares, quieren captar todas esas imágenes
en su actualidad, no como un flash fatuo sobre los desperdicios de la oscuridad
relumbrando sobre el pasado o las plazas, sino como un lenguaje que diga lo que
todos queremos decir.
¿De qué estás hablando, hombre loco? Yo solo acabo de decir que me
quiero ir, que me iré a Chile.
Espera.
Auden, Virgilio, Robert Frost y hasta Krishnamurti nos hablan, como nos
hablaría cualquiera que se siente a nuestro lado en el pasillo de este hospital
de paredes desconchadas, húmedas de un veneno amarillento y baboso. Cualquiera
que se siente en la sala de espera de un país hecho de enfermos y muertos, nos
hablaría de la intemperie que va de la cama al cansancio, de la cerveza a la
viudez y de la madre socarrona que todavía habla con sus amigas muertas. Ya
sabes como es este país: chévere y paradójico. Pero, ¿quién escribe y capta
esas imágenes que guardamos antes de partir? ¿Alguna vez has subido a un
autobús, del centro, al mediodía, hasta tu casa, escuchando opera, Carmen, de
Bizet; Orfeo, de Monteverdi; Orfeo y Euridece, de Gluck? ¿Por qué hay escenas
que recordamos como si fueran nuestras amantes, nuestros amigos, nuestro
silencio, nuestros versos?
Nadie escribe versos.
Maneras de
irse (el título es grosero y práctico), el más reciente libro de poemas escrito
y publicado en Caracas, nos compromete con la humildad de los recuerdos, solo
cuando la memoria no es “refrán de majaderos”: “Si te acercas, no significa que
puedas verla, / es madrugada que lenta se respira”. La madrugada es una
fotografía, un retrato, un espejo, una mujer, toda la proximidad inútil de la
que todo el mundo habla, pero que el poeta, uno verdadero que ha preferido el
silencio de la anécdota, del insomnio y la espera, anuncia, con la elocuencia y
el lenguaje corriente a los cuales el poeta sabe que debe la misma importancia,
una manera de encontrarse con su propio destierro cotidiano, ahí donde nadie
voltea a ver, “Abre las manos al cielo, palpa las hojas o la arena” y te hace
mejor persona, más culto y aventurero, amigo del sol, superas la imaginación,
porque ese destierro quiere hacer las paces con la realidad.
No hay maneras. Solo hay una manera: irse. Ahora mismo, ya, porque sí.
Una manera quizás es la lentitud de quien
toma una decisión (respira), con la iridiscencia de los gestos de aquel que
escucha, arquea las cejas, se humedece los labios, parpadea sobre la nariz
iconoclasta, mira sus dedos acercarse al humo, extiende su mano y el cigarrillo
mudo, acomoda sus lentes en los ojos pequeños sobre una barba jamás
fotografiada, respira otra vez y siente el cuello amplio, tensa la espalda, un
dolor en los intestinos y la mirada
prudente, dice o repite lo que ve, con fe e inteligencia, “a verse sin camino.
Sin dolientes”, como aquella vez en Venezia, cuando fuimos piadosos bajo la
mirada del santo. O ahora mismo, en casa, consciente de la maldición terrenal y
nacional (doble maldición, Herem: “con el consentimiento de Dios y con el de
toda la comunidad, delante de todas las leyes y niños”): “Mi ciudad no es
irreal, es muy cierta en sus / miserias y riquezas desde hace cientos de años”.
Pero se queda. El que se va y regresa, ese siempre se queda.
Como Ricardo
Ramírez Requena, un poeta, profesor de literatura occidental en la Universidad
Central de Venezuela. Joven, mentiroso y culto, como todos los demás poetas que
muerden una fruta y dicen ver un árbol o un río en su interior.
Ningún poeta hará que nos quedemos en este país. ¡No han podido los
políticos!
Ayer tardé
dos horas para comprar harina y detergente. Leía. Sentí que fueron dos minutos,
si acaso media hora. Leía:
"Si te callas adentro, escuchas la lluvia como
si fuera
un frotar de dedos".
Y de repente
no era lluvia, era harina y jabón en el frotar de mis dedos. De repente yo
lavaba el baño y mi mujer hacía arepas. Lo recordé toda la tarde: Si te callas
adentro… Pero si te vas, hazlo lentamente, como toda buena decisión, ve y
visita a tu madre y dile que hay fiestas en el norte de Irlanda, carnavales
donde las multitudes parecen bolas de fuego; llama a Carolina, a Vanesa a
Jesica, y háblales del paganismo, de creer en varios dioses que también beben
cerveza, quizás alguna de ellas acepte hacer el amor contigo por puro
aburrimiento, bajo un flamboyán, en un patio de velas; come, bebe; “estira las
manos hacia el fuego, riégalo completo por tu cuerpo, vuélvete, en los andares
de la tierra, uno más que se rebela y acepta ser plenamente, en su tiempo,
macho o hembra”.
¿Tú eres marico?
¡Cállate,
infeliz! Vete de esta ciudad, de estos balcones, de estas calles, de este país,
vete y déjanos solos, "que estos golpes ocurren en el esplendor de su
silencio y / según acontezca la mirada".
Apéndice
La poesía
venezolana es tan país como metáfora. Hemos pasado por Europa y por la selva
buscando más soledad; por el horizonte, el sol y la garza gongorina; por el
insomnio, la enfermedad, la locura y la lepra; por el “signo molesto de la
realidad” y “por mares de madera y barcos de agua”; por el dracma, el
florentino y los peniques; por la derrota, por la noche (“de la noche venimos y
hacia la noche vamos”), por el silencio de los colores, por Guigue y toda la
terredad copernicana de nuestra entomología soñadora que narra la travesía y
pierde el pudor del país y sus metáforas. Pero ayer los poetas eran hijos de
inmigrantes o eran criminólogos, guerrilleros, académicos, alcohólicos,
embajadores o jueces, cristianos, ateos o mahometanos. Cualquiera tenía su
derecho girondino, jacobino o soviético.
Actualmente,
todo a nuestro alrededor es dogmatica, hipocresía y escasez de miras, de verbos
y silencio.
La pobreza y
el sable gobierna, humilla y asesina.
Por eso, el
poeta venezolano de hoy solo es espíritu (o debería serlo), alma peligrosa, que
construye o lo destruye todo como edificios en un cementerio.
Quizás algún
día llegue a poner bombas en los ministerios como los prosistas rusos del siglo
XIX. Pero no. Todavía escriben desde las alturas y la comodidad de edificios
construidos en 1964, en apartamentos atestados de libros en inglés, francés,
italiano o rumano.
Yo pienso
(quiero creer, imagino) que los poetas jóvenes venezolanos buscan palabras
entrañables para lo que nos sucede y seguirá sucediendo si todos en este país
no encontramos un lenguaje nuevo para la política, la arquitectura, la
medicina, la economía y la técnica, la tecnología, el atletismo, la biología y
toda la pedagogía por venir. No es fácil. Pero tenemos poetas, jóvenes como el
siglo XXI, como Ricardo Ramírez Requena, que ha captado el presente para su
preparación, para su advenimiento: ir o quedarse, ¡quién sabe!, pero si nos
vamos, parece que nos dice el poeta (y yo le creo), el exilio tendrá que ser un
exilio cultivado en las mismas calles que hagan pensar y sentir y decir “Soy un
hombre ahora más parecido al que compuso Vivaldi”, así, libresco, lírico,
poderoso, tierno, feliz, amigable, maestro.
Lo que
Ricardo ha escrito en estos poemas (descripciones de epifanías, maneras de irse), ya es “alma ajena” de
nuestros tiempos que ruega, manda, saluda, amenaza, disuade y exhorta a todos
nosotros que “uno cambia, acepta, persuade”, que aquí y ahora, ya conocemos “la
templanza”, “la serenidad”, “el sosiego”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario