Vida y destino
Una novela y la libertad, aquí y ahora
Una novela y la libertad, aquí y ahora
En
ruso Sonia es el diminutivo de Sofía; Sonia y Sofía no son dos mujeres
diferentes, como en Venezuela, en Méjico, o en la España republicana o
franquista. En Rusia, la blanca y la roja, con el mismo tren que llevó a Lenin
y a John Reed desde la prehistoria hasta Finlandia, Sonia y Sofía es una sola
mujer: el recuerdo de una niña jugando a las escondidas, y al mismo tiempo, una
mujer con los ojos pequeñitos de intemperie, buscando en el recuerdo a través
del humo del cigarrillo que fuma su primer esposo y que está sentado frente a
una mesa de madera de Abedul, el techo bajo, las paredes abiertas por balas
perdidas, las sienes borrosas y la mandíbula triste por el almuerzo de un jueves, diciembre de
1943, en casa y sin noticias del hijo que está a orillas del río Volga, el
frente de batalla a la invasión nazi.
En
la mano y en silencio, 300 páginas después, otra mujer, Nadia, le dice a su
padre: “Los revolucionarios son estúpidos o deshonestos; no se puede sacrificar
la vida de toda una generación por una imaginaria felicidad futura…”.
“Maldita
sea”, pienso.
Es
temprano y llegan los periódicos a casa. Una página más y voy a oler la prensa,
me digo a mí mismo al final del capítulo 49.
Todavía
describen el asesinato de Mónica Spear, sociólogos, economistas y criminólogos,
y hasta el padre de Spear comenta, con ese tipo de humildad cruel que sólo la muerte concede, sobre
su hija, muerta como cualquier otro muerto a orillas de la carretera, en una
fiesta o a las doce del mediodía, ella, la miss Venezuela 2004, asesinada por
el “pobre mestizo” (las comillas son del Sr. presidente).
Entonces
recuerdo que el padre de Nadia le pregunta si sus ideas son influencia de la
filosofía del hombre con el que ahora está saliendo. Dentro de tres semanas va
al frente. Ahí está toda la filosofía: hoy estás vivo, mañana ya no, –fue la
respuesta de Nadia.
El Nacional y Tal Cual, nada más, esos son los periódicos que compramos en casa. Allí,
las noticias desilusionan y asombran como la respuesta de Nadia: “15 homicidios
semanales”, “los militares controlan el 25% de los ministerios”, “empresas del
Estado sabotean construcción”. En Venezuela, toda la filosofía es una habladuría que los
indiferentes y los cínicos aprenden de memoria para llegar al poder del partido
y del Estado (Estado-Partido) y convencer a las masas, al pueblo o al país de
la culpa, de la miseria y de la revolución, y transformar al venezolano
personalísimo en una burocracia evangélica que recogerá la basura de las calles
y bautizará a los niños con nombres raros. (La comuna es el infierno, decía
Flaubert). Y lo insoportable es que estos cínicos e indiferentes de la comuna son,
al parecer, los únicos que se enfrentan a la ironía, esa contradicción de tener
y no tener dinero, paz u comprensión y que nos condena a la risa estúpida en todas las
conversaciones.
“En
la casa vacía y abandonada se había producido el último adiós con los muertos
que se habían ido para siempre.”
Ahora
sí, acabo de pasar la última página de Vida
y destino, la novela de un periodista de la guerra, ruso, soviético
(ucraniano), Vasili Grossman, el escritor que ha convertido a la honestidad en
un asunto de guerra, el periodista de 135 kilos, miope y cojo, que logró un
puesto, sano y a salvo, entre la censura, aviones y tanques soviéticos. Sano y
salvo, digo, como si dijera “inteligente” y “valiente”: Imaginen a un hombre
que escribe alternativamente artículos y crónicas entre el silbido y la pausa
de un bombardeo que cae sobre las 1700 balas por minuto de la ametralladora MG42, operada por alemanes de 19 a 25
años de edad, que van a morir, alternativamente, por su raza y por algún himno
de Wagner que suena en la razón y en la destrucción humana. Aún así, Grossman,
que algún día llegará a escribir que el nazismo y el comunismo son la misma
“inmundicia”, el mismo “Estado de partido”, “la forma diferente de una misma
esencia”, escribe y publica para la Estrella
roja, el periódico militar de la Unión Soviética, las descripciones de la II
Guerra Mundial, el vacío natural y el retrato de la angustia de jóvenes
militares rusos, el testimonio de los tanquistas y francotiradores y hasta uno
que otro elogio que siempre serán publicados bajo sospecha en las páginas de La estrella…, pero la astucia de nuestro
periodista es proverbial, fulminante y luminosa, y nunca escribirá ideas ni
opiniones. La realidad era su única denuncia, su único silencio. Las opiniones
y las ideas estaban en la mente de los censores.
Hoy
y aquí, lunes o martes, Venezuela o Ucrania, 49 años después de su muerte, estoy
en la misma habitación, mi cabeza, un espejo de paredes blancas y sucias, de
piernas desnudas, de “15 homicidios semanales” y de 1150 páginas al borde de mi
cama: Un hombre está preso, infecto de piojos, y habla con otro hombre, el que
lo delatará la semana que viene. Un gulag y dos miembros del partido comunista.
El nazi, compañero de la prisión oscura, se ríe de ellos. Los presos comunes,
homicidas y violadores, los vigilan: son los guardias.
Esta
novela es una historia, son historias más importantes que los recuerdos, donde la
narración es un tratado sobre teoría política, sociología, historia, ética,
ciencia, filosofía y religión, puestos como glosarios inscritos en los muros
imperceptibles de la realidad y en la cabeza de unos personajes que no saben
nada, que viven en una “deshonesta esperanza” y en la “discreción frente a las
injusticias”. “¡Bondad ciega, insensata, perjudicial!” de niños, mujeres y
hombres que hacen largas colas por un pedazo de pan o hacia la cámara de gas,
que químicamente, y esto lo saben fascistas, nazistas, comunistas y socialistas,
¡el hombre!, es el mismo alimento para una misma cosa que se descompone sin
importar las ideas o los sentimientos, el sabor o la mirada, que desaparecen
entre insectos futuros, ignorantes y bajo la tierra que gira y gira mientras
caen muros e inocentes. ¿Es la misma bondad? Grossman es un Dostoievski amable.
Un
científico que trata de comprender cómo toda una vida es consagrada a la
técnica y al valor del futuro como un hecho científico es reducida a chismes en
el laboratorio entre espías y amigos. Una madre que espera a su hijo y sólo encuentra
el rostro y el testimonio de jóvenes enfermeras. Un funcionario público, soviet
chiquito, miente a los periodistas de 1943 sobre la situación en Ucrania (los
rusos acabaron con pueblos enteros). Un nazi que admira a Stalin. La carta de
Anna Semiónovna a su hijo Vitia. Judíos que cuidan celosamente su puesto en la
cola de judíos que va a alguna parte. Un cura que explica por qué el celibato,
moralmente, es tan igual a morir por una causa revolucionaria, –“ustedes dan su
vida por el hombre, yo no me acuesto con mujeres por Dios” –. El capítulo 50 de la
primera parte. Dos francotiradores que desaparecen cuando alguien hace una
broma sobre los piojos en la espalda y en el sexo. El silencio de las balas
perdidas y el polvo, hasta que al fin, un día, una niña juega con escarabajos,
los besaba, les contaba historias, luego los soltaba y después se echaba a
llorar, les llamaba por su nombre, les suplicaba que volviera.
Grossman
jamás llegó a saber que su novela sería publicada, sólo se quedó con la soledad
bien escrita entre discursos políticos y llamadas telefónicas, la reflexión
sobre santos y teorías sociales que también cantan y describen el movimiento
browniano alrededor del humo caliente de la cebolla para el escorbuto; solo,
con el ánimo de diálogos y escenas en refugios y campos de concentración para
judíos, gitanos, musulmanes estudiantes de arte en Berlín, presos políticos
húngaros, hindúes de tren, calmucos, homosexuales y hombres con la nariz muy
grande.
Solo,
con la vida y la muerte, con “el amor ciego y mudo que es el sentido del
hombre”.
En
1962 la KGB entró en el apartamento de Grossman y robó el manuscrito de Vida y destino. Allí estaba escrito: “ni
el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la
batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres
humanos… y lo mismo para aquellos que ya han muerto”.
Yo,
vuelvo a leer los periódicos de mi país y la noticia de la muerte de alguien
más, injustamente, sin comprender, me da fuerza, vida y destino para ser libre,
dolorosamente libre, pienso, y me siento ridículo con estas palabras, solo,
indiferente, pero con ganas de escribir, reír, beber cerveza, conversar, fumar
y caminar entre homicidas y corruptos. Estoy vivo.
Vasili Grossman
No hay comentarios:
Publicar un comentario